«Hace mucho, mucho tiempo... en una lejana villa olvidada por el
mundo,más allá de cualquier frontera,vivía un relojero con miedo al
Tiempo. Las gentes que le conocían decían que la mayor locura le había poseído y
ahora era siervo de una profunda melancolía que le hacía ser un hombre huraño temido por todos los niños de la pequeña villa. Se hacía llamar Neminem, pues era lo que él decía ser
Y es lo que era... Nadie... Nada... La ausencia del Todo, el vacío...
Cuentan que el poder del tiempo y la ambición llevaron a Neminem a ansiar la inmortalidad y el ansia por ser eterno. Quería ser un héroe,
conseguir detener el tiempo, luchar contra su voluntad cesando su recorrido ante el inminente pasar de los años. Buscaba en cada reloj
el mecanismo que hiciera que todo estuviera en su mano. Pero cada día que pasaba, aunque la desazón le enturbiaba, el hombre
desistía en la posibilidad de dejarlo todo...
Pasaban los años y Neminem no cesaba en su empeño por obtener el poder de controlar el tiempo. Sus
manos, ya viejas y torpes, trabajaban hora tras hora en la construcción del reloj más complejo que jamás había sido creado. Y no
era un reloj grande, con delicados grabados o piedras preciosas, sino, un reloj pequeño, de plata envejecida y agujas sencillas. Pero
quizás fuera su mecanismo lo que lo hiciera diferente o, al menos, eso pensaba el viejo relojero. Pero el tiempo seguía su curso y el reloj
seguía avanzando...
Cuentan que había un niño que no temía a ese hosco viejo que vivía solo en la casa más solitaria de la villa. El
pequeño se aventuró a acercarse a la casa del anciano al que todos llamaban Neminem, con la esperanza de vivir una simple aventura que demostrara su valentía ante los demás habitantes.
El huraño relojero le vio llegar una mañana mientras trabajaba en la
construcción de su reloj apoyado sobre el alféizar de su ventana. El niño detuvo sus pasos ante este observándole ensimismado como quien
ve algo irreal frente a sus ojos. Neminem elevó la vista por encima de sus gafas:
-¿Qué quieres niño? ¿Qué vienes a buscar? ¿No ves que estoy trabajando?- le reprendió el viejo relojero con brusquedad. El niño permaneció inmóvil, ni siquiera se asustó... Ante
esa reacción, el viejo se detuvo y miró al niño. Algo cambió en él, algo le hizo ver más allá. Se recordó años atrás, cuando no temía nada y
merodeaba por el mundo en busca de aventuras:
-¿Qué es eso, señor?- preguntó el niño con su inocencia infantil. El hombre no le
contestó. Tomó su reloj casi acabado y se lo mostró: -Estaba tratando de construir un reloj capaz de detener el tiempo.- Se fijó en
la curiosa mirada del pequeño y este le regaló una sonrisa:
-Pero no hay poder capaz de conseguirlo- dijo el hombre al fin dando por
imposible su deseo. Guardó el reloj con fuerza en su mano y escuchó la voz del pequeño irrumpiendo en su instante de descanso:
-¿Puedo
quedármelo?- dijo sin importarle nada más. Neminem miró el reloj apesadumbrado: -Dame unos segundos de tu tiempo y el reloj estará acabado-.
El pequeño
asintió y aguardó paciente sentado bajo la ventana del relojero. Cuando el hombre dio por acabada su obra, le tendió el reloj al pequeño
pendiéndolo de una cadena. Este lo tomó con ilusión y corrió al lugar donde vivía. Pero el viejo sentía que algo le abandonaba...
Dicen
que el niño colgó de su cuello el hermoso reloj de plata vieja y jamás se lo quitó. Pero no se supo jamás que pasó con Neminem... Sin
embargo, algo quedó marcado para siempre en ese su reloj: una inscripción que solo los que quisieran detener su tiempo entenderían: »
Siempre...