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Así es, la varita me escogió, a mí. Después de todo, a mí.
No se lo he contado nunca a nadie, es un recuerdo un tanto agridulce, e íntimo. Pero no pasará nada por esta vez. Os contaré como ocurrió y compartiré un recuerdo con vosotros.

Hace varios años de esto, no recuerdo la fecha ni la hora exacta. Todo lo que mi mente recuerda es que tras la llegada de la carta para entrar en la escuela de magia Hogwarts conseguí llegar al callejón Diagon. Estaba sola, con una bolsa llena de galeones y una lista con todo lo necesario.

Me asusté. Demasiada gente a mi alrededor, demasiados desconocidos. Nadie para darme la mano, nadie para acompañarme, nadie para guiarme. Caminaba entre el gentío y a duras penas podía ver los letreros de los comercios.

Conseguí hacerme con unas túnica de segunda mano, aunque para mi sorpresa olían a limpio y no estaban demasiado deshilachadas. El sombrero, la capa, unos guantes, un caldero. ¡Un caldero!
Un telescopio. Nunca pensé que en el colegio iba a necesitar un telescopio. Una lechuza, un gato, una rata o un sapo. Me enamoré de las lechuzas y me hice con una menudita y de plumaje blanco y marrón, preciosa. Y… ¡ah! La varita, que es lo nos ocupa y lo que queréis leer.

Unas brujas muy amables me sugirieron Ollivanders para comprarla. El niño que sobrevivió y nos salvó a todos consiguió allí la suya decían todos.
Seguía abrumada por todo, pero solo me quedaba conseguir la varita para volver a casa. Me paré ante la puerta de Ollivanders, el corazón me latía a cien por hora. Recuerdo que me mordí el labio, cogí aire y entré.

Menudo desorden, pensé. Es imposible que hoy salga de aquí con una varita. El tipo me pareció un tanto raro pero intentó ser amable. Probé infinidad de varitas, con cada una me asusté más y más. Me temblaban las manos, dejé la tienda hecha un cirio y salí corriendo.
Lloraba a mares, se me cayó el caldero un par de veces y otras tantas tropecé con la gente. Volví a casa con el disgusto y el resto de material.

Un par de días después mi padre me obligó a intentarlo de nuevo.

- Sin varita no podrás ir a la escuela -me dijo.
- Me da igual. Hacen daño, destrozan cosas. No quiero hacer eso.

Logró convencerme, y tanto que sí. Y allí estaba otra vez, en el callejón en busca de la dichosa varita. Probé otras tantas varitas, con igual y desastroso resultado, en varios establecimientos. Incluso de segunda mano. Y nada.

Volver a casa sin varita de nuevo me hizo sentir fatal. Pasé días angustiada, triste, enfadada. Hasta que a mi padre se le ocurrió una idea. La guardaba desde hacía años, desde la muerte de mi madre, bien escondida. Nunca supo porqué, pero lo hizo.
Trajo la cajita y la destapó. Sentí un miedo atroz. Era una varita de abeto, de 8½" de largo y núcleo de pluma de hipogrifo (aunque esto lo averigüé más tarde).
Me empujó a probarla y lo hice. Para mi sorpresa no reventé ningún objeto, nada salió ardiendo o hecho trizas. Fue una sensación maravillosa. La mano me cosquilleaba al sostenerla y tenía una especie de calidez… familiar. O eso me pareció.

Y así es como la varita de mi fallecida madre me escogió y me acompaña ahora. Se ha convertido en una fiel compañera sin igual. Y no hay nada que se asemeje a la sensación de empuñarla y hacer el bien, o el mal, con ella. Ni remotamente.

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