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Era un día de septiembre del año 2000. Como cada septiembre, a punto de finalizar el verano, la temperatura cambiaba trayendo consigo la tristeza consecuente de la despedida anual de la temporada estival. Todos despedían el verano con la tristeza amarga de volver a sus rutinas diarias. Sus trabajos, sus escuelas, sus negocios... Todos dejaban el verano con el mismo sentimiento de aflicción, pero manteniendo la sonrisa, pues todo verano se va, pero al año siguiente, otro llega.
 No obstante, no para todos el verano regresa. 
 Con las manos hundidas en los bolsillos de mi pantalón observo la calle a la que da mi ventana. El despacho del Jefe del Cuartel General de Aurores en el segundo piso del Ministerio de Magia británico, sito en la capital, tiene vistas a una céntrica calle por la que cada día pasan miles de personas anónimas que dejarán su rastro anónimo en la acera, rastro invisible que la niebla borrará por la noche, al posarse en el suelo con un frío y húmedo beso.  Nunca me gustaron esas vistas, pero el jefe del Departamento de Seguridad Mágica no quiso atender mis quejas. No me gustan las calles concurridas, el sonido de las bocinas de los coches me desconcentra de mi trabajo, y para colmo, huele a combustible y a tubo de escape. Prefería la independencia de un despacho pequeño, cuya ventana daba a un callejón silencioso, pero al parecer, ése no era el lugar del Jefe del Cuartel. Y ahí llevaba ya varios años, soportando al gentío y sus voces bajo la ventana, las bocinas, los coches, la vida urbana en su expresión más mortifera y feroz en la cosmopolita ciudad británica. Años en los que ni siquiera mi despacho era un remanso de tranquilidad en medio de la vorágine voraz de la orbe.
 Tan inmerso en esos pensamientos comunes del día a día en el cuartel de Aurores me hallo, que tardo en escuchar el sonido de unos nudillos tocando a mi puerta. Me vuelvo, las manos entrelazadas a la espalda.
   -Adelante.
 Anuncio. Mi secretaria, Dorothy Trevor, una mujer sexagenaria y amable con gafas de gruesos cristales, me mira desde el umbral con una sonrisa emocionada. 
   -Señor Hoffman... El señor Potter ya está aquí.
 El señor Potter. Una sonrisa se abre paso en mi rostro cuando escucho eso. Hacía apenas una semana que había recibido la carta del ilustrísimo Director de la Academia de Aurores y colega, Dereck Haythowrne, informándome de que Harry James Potter, El Niño que Sobrevivió, ya había terminado su formación en la Academia de Aurores, y que iba a ser destinado a comenzar sus prácticas en el cuerpo, sugiriéndome que fuera mi ayudante. En la carta, argüía que el joven mago, una leyenda de nuestro tiempo, héroe nacional a gran escala, tenía un sobrado talento y que quería que tuviera un gran mentor para que le acompañara en la que sería su siguiente gran aventura. Haythowrne decía que no veía a nadie mas calificado para ser el maestro de Potter en el cuartel que a mí mismo, no solo por ser el Jefe del Cuartel, sino por ser yo. De sobras era sabido que no era amigo de los aduladores, que no me veía tantos méritos como me eran atribuídos, pero en el caso de Dereck, no me molestaba. Le conocía y sabía cuan dificil era para él adular a alguien. 
   -Hazle pasar, Dorothy -digo, manteniéndome de pie junto a la ventana por la que antes miraba.


Dorothy se retira con una sonrisa. Seguramente a ella, como a la mayoría de la gente, también le han temblado las piernas al ver al chico que venció al Señor Tenebroso, cuya cicatriz era una leyenda entre la comunidad mágica. Cuando la secretaria cierra la puerta, espero, y apenas tres minutos después, unos nudillos nerviosos tocan mi puerta.
   -Adelante
 Anuncio. 
 La puerta se abre.
 Mucho había oído hablar del chico que apareció por esa puerta segundos después. Muchas historias le contaban como un joven tan alto como un castillo, fornido, guapo a rabiar y con un magnetismo de superhéroe de cómic. Ante mis ojos, Harry James Potter, el Elegido, era un chico de veinte años como cualquier otro. Alto, delgado aunque se intuyera la forma atlética de su cuerpo, con el pelo rebelde, de un negro azabache poco común, con un aspecto despeinado impecable y seguramente natural. Tras los cristales de sus finas gafas redondas, podía ver una mirada verde brillante, limpia, aunque llena de determinación y convicción. Se humedeció los labios con nerviosismo al verme, y cerró tras de si la puerta mientras pensaba qué palabras escoger para el que en cuestión de minutos ya sería su jefe, y además mentor. 
    -Buenas tardes, señor Hoffman -dice, con voz segura, aunque algo titubeante.
 Una sonrisa cruza mis labios. Es una sonrisa sincera, la sonrisa de alguien que por fin, conoce a ése joven héroe del que tanto ha oído hablar, y al que le debe lo mismo que todos: la libertad. Me acerco y extiendo la mano para estrechar la suya
   -Harry James Potter -digo, mientras coges mi mano y la estrechas- El Niño que Vivió... -miro tu cicatriz, la cual permanece escondida bajo los mechones de tu rebelde flequillo- Mucho había oído hablar de ti, muchacho. Debo decir que es un honor conocerte.
 Harry baja la mirada. Esconde una sonrisa turbada. Mucho tienen que evaluarle a diario. El mundo debe seguir esperando mucho de él, aunque ya lo haya dado todo. Vuelve a mirarme y parece algo avergonzado.
   -El profesor Haythowrne me ha hablado mucho de usted, señor Hoffman. Debo decir que le admiro por todos los méritos de los que me ha puesto al tanto.
    -El mérito que te atribuyen, a veces no es el verdadero mérito. Las historias de los héroes siempre son historias de héroes, pero bajo los héroes siempre hay seres humanos. No hay nada en mí que el Niño que Vivió, el que venció al Señor Tenebroso y salvó la comunidad mágica, tenga que admirar.
 Harry me sonríe, pero noto que arrastra una melancolía que seguramente arrastrará por siempre. 
   -Usted acaba de decirlo. Las historias de los héroes están contadas por los que las vivieron, pero desde el héroe, la historia no deja de ser la historia de un hombre.
 Sonrío. Me gusta su forma de pensar, su sensatez y madurez. La fama no le ha convertido en un ídolo de masas engreído, y sigue siendo un chico más. Le doy una palmada en el hombro y señalo la silla frente a mi mesa de trabajo.
    -Por favor, siéntate, muchacho.
 Harry Potter se sienta ante mi mesa, y al otro lado de ésta, ocupo asiento. Veo que sus ojos escrutan todo el mobiliario, y que se detienen en la foto de Hellen, junto a una rosa encarnada en un jarrón alargado. Miro la imagen de mi esposa en la fotografía. Seguramente le ha llamado la atención que sea una foto corriente. Trago para desatar el nudo. En ése momento, hablar de mi esposa, solo me traerá dolor, un dolor que me acompaña día y noche, y del que no puedo ni quiero escapar.
   -Haythowrne me entregó sus evaluaciones. Brillante en duelos, Potter -digo, mientras busco sobre la mesa el expediente académico del muchacho.
   -No tanto en Oclumancia, señor Hoffman -dice el muchacho, visiblemente nervioso.
   -Difícil arte es ese de controlar la mente de sus impulsos, hijo -menciono- Alguien muy sabio me dijo una vez que los hombres no estamos hechos para controlar nuestros impulso, sino para que estos nos controlen a nosotros -recuerdo las palabras de Hellen. Parece mentira que sea de ella, una corriente mujer muggle, de quien más haya aprendido en esta vida.
   -Tampoco soy bueno en pociones, señor Hoffman.
 Miro sus notas. En pociones tiene una modesta calificación, una notoriamente más baja en Oclumancia y Legeremancia, pero el resto de notas compensan esos déficits.
   -¿Sabe que es lo que más valoro de un auror, Potter?
Harry niega suavemente con la cabeza.
    -No, señor Hoffman.
 Tomo aire, mientras golpeo con los papeles la mesa, alineándolos, y los vuelvo a dejar en su carpeta. 
   -Su valor -apoyo mis brazos en la mesa, y te miro-. Y según tengo entendido, eso no te falta. Mucho valor hay que tener para enfrentarse a un enemigo tan fuerte siendo apenas un niño. 
 El chico baja la mirada.
   -Tuve más suerte que otra cosa. Y me ayudaron mucho. Yo solo nunca habría podido vencer a Lord Voldemort, Hoffman -vuelve a mirarme-. Y no pude salvar muchas vidas.
 Asiento con la cabeza. Las muertes nunca se olvidan, y siempre pesan sobre nuestras conciencias. Todo auror carga con alguien a sus espaldas, alguien a quien no pudo salvar. Miro la foto de Hellen. Recuerdo el día que la encontré sin vida en el suelo de la cocina. Trago saliva con fuerza y murmuro:
  -No podemos salvar las vidas de todos, Harry -te tuteo- Siempre hay alguien que tiene que perder. Las guerras se libran por muchos aunque las lidere solo uno, y no todos pueden salir victoriosos. No cargues con esas muertes en tu conciencia. Ellos no murieron por ti -digo, conocedor como soy de su historia-. murieron por algo en lo que creían -señalo a mi ventana- Lo mismo en lo que creían esas personas que están ahí fuera. La libertad.
 Harry mantiene mi mirada. Me observa hasta que finalmente asiente, tras tragar con fuerza.
   -Tengo entendido que está usted prometido -le digo al chico- 
 El muchacho levanta la mirada. Ahora, una sonrisa radiante, llena de felicidad, retorna a su joven rostro.
   -Si, Ginny y yo vamos a casarnos muy pronto.
 Asiento con la cabeza. El nombre de la muchacha sale a menudo en las columnas deportivas de El Profeta, como la popular jugadora de Quidditch de las arpías de Hollyhead.
   -¿Ves como tengo razón? -le pregunto- Gracias a todos esos sacrificios, ahora puede tener una vida feliz con su futura esposa y los futuros hijos que tendréis -sonrío- Y te aseguro, Harry, que mayor victoria que la de tener una familia a la que proteger, no hay.
 Harry sonríe. Sus ojos van hasta la foto de Hellen, pero no me pregunta nada, da por hecho que ella es mi mujer y que le hablo con conocimiento de causa. Yo decido no decirle que Hellen era mi esposa y que murió hace algunos años, asesinada por la magia que desconocía. Pero no es momento de hablar de eso. 
   -¿Preparado entonces para seguir luchando contra el mal? -le pregunto. 
 Harry asiente enérgicamente, convencido.
   -He nacido para eso, señor Hoffman, para vencer al mal, porque, aunque lord Voldemort ya no esté, sé que sigue habiendo magia oscura en el mundo.
 Sonrío. Sé que acaba de empezar una gran amistad, algo me lo dice. 
   -Recuerda, Harry: el bien nunca descansa, porque el mal nunca duerme.
 El chico asiente, dándome la razón con ése lema que considero fundamental en la vida de los aurores. Le miro esperanzado: esto es lo que necesita el Cuartel General de Aurores, alguien como él. No es como la gente le dice. Ni tan alto, ni tan fuerte, ni tan guapo. Pero las leyendas no nos hacen ganar las guerras. Los hombres si.
 Desde ese momento supe que tenía mucho que aprender de ése aprendiz de Auror.






















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