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Eran las diez de la mañana de un diecinueve de Marzo. Mis cuatro años habían llegado hace ya más de un mes y en la reserva la primavera comenzaba a aflorar anunciando su pronta llegada. El sol ya brillaba a lo alto y a lo lejos se oían los rugidos característicos de los dragones más cercanos a las zonas de las casas.
Mis ojos se abrieron de pronto al darme cuenta de que ya era de día. Como siempre a los pies de mi cama me esperaba la ropa que me tenía que poner ese día. Bajé de la cama y salí de la habitación. Corrí hasta la de mis padres y di una patada a la puerta al ver que estaba entre abierta. Di un salto hacia adentro y caí parado dentro de la habitación con las piernas abiertas, los brazos estirados y los dedos bien extendidos. 

– ¡Feliz día! – Anuncié dando un grito, pero al mirar hacia la cama solo vi el rostro de mi madre transformándose. Primero asustada, luego algo sonriendo, después riendo, y finalmente cuando me habló volvía a tener su cara de dormida como todos los días por la mañana. 
– ¿Qué te pasa con esa cara? – Pregunto primero al verme, ya que yo mientras veía cada una de sus expresiones iba inflando los cachetes entre divertido y molesto conmigo mismo por llegar tarde. Ante esa pregunta cruzo los ojos. 
– ¿Qué cara? – Pregunté yo sin sacar la cara pero con voz de desentendido. Mamá se sentó en la cama riendo y después de bostezar habló. 
– Papá ya se ha levantado, pero si te apuras creo que aún está en la casa porque no he oído la puerta de salida – 
Sin esperar un momento más salí corriendo por la puerta de la habitación y volví a entrar a la mía.
Busqué entre los cajones de mi mesa de luz el dibujo que había hecho para papá y al encontrarlo, lo aprisioné bien en mi manita y salí disparado otra vez por la puerta. Como un rayo bajé las escaleras en busca de mi padre que seguramente estaría en la cocina. Y como bien yo lo conocía, estaba en toda la razón. Allí un poco barbudo para esta época, pero con su brillante sonrisa y su alegre mirada, me esperaba mi padre sentado en la mesa de la cocina tomando un humeante te y comiendo pan con manteca. 
– ¡Feliz día papi! – Grité yo otra vez con mi voy normalmente infantil. Di la vuelta a la mesa entre corridas y saltitos con mis pequeños pies y llegué a su lado con los brazos extendidos esperando a que me alzara para abrazarlo. En el momento en que me vi bien recibido entre sus brazos lo abracé con fuerza y planté un beso en su mejilla. Bueno, más bien en su pómulo ya que sabía que su mejilla estaría rasposa y pinchuda. 
– Pinchas – Le dije tocando su mejilla. 
– A mamá no le gusta. Quítatela –Le dije como si fuese una orden. 
Miré mi otra mano y en ella vi algo arrugado el papel en el que le había hecho su dibujo. 
–¡Oh! Cierto – Apreté el papel contra mi pecho y le pasé una mano tratando con todas las ganas de alisarlo un poco. 
– Lo siento, se arrugó un poco pero está bien ¿No? – Le di le dibujo para que lo mirase. 
– Es tu regalo, bueno mi regalo para tu – Mi padre rió ante esa equivocación y tomó el papel para mirarlo. 
– Este eres tú y este soy yo y mamá. Pero ahí lo dice ¿No?– Expliqué pasando mi pequeño dedito por toda la superficie del papel. – Y mi pelo es así porque yo soy más amarillo que tu pero menos que mamá y no tenia uno de ese color asiqué… – 
Me alcé de hombros y me acerqué a su mejilla para dejar otro beso y esta vez, al olvidarme de su barba me piché. 
– ¡Auch! – Fue lo primero que dije pero me encargué de completarlo con un: - Te quiero papi.-


Acto seguido, me arrodillé sobre sus piernas y me quedé mirado un instante la dulzura de sus ojos, esos con los que me miraba, con los que me decías que era todo tu mundo. Que parecían decirme todo sin tener que decir él una palabra. Aquellos ojos con un brillo que nunca antes había visto en otra persona. Aquellos ojos que era los luceros que alumbraban mi camino. Aquellos ojos que en parte eran los míos. Porque yo era su hijo y él era mi padre. Era un gran hombre y para mí también era mi héroe.

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