Era primavera. Hacía varias semanas que no llovía y lucía un sol espléndido. Mi hermano pequeño estaba con mi madre disfrutando de las maravillas del mundo en el parque del pueblo. Y aquí estaba yo. En la cama. Aburrida. Con el pie envuelto en una venda gordísima que triplicaba su tamaño, casi más que cuando se me había hinchado el tobillo después de caerme de aquel árbol hace dos días. No había derecho. Yo quería haber ido con mi hermano a jugar y tirarme por el tobogán, y montar en el columpio, y dar vueltas hasta marearme en el tiovivo ese. Pero no, mi madre se había empeñado en que no me podía mover de la cama. Me cruzo de brazos y me apoyo bien en la almohada, dejando a un lado el libro de cuentos que me había leído por lo menos tres veces (en realidad sólo una, pero el aburrimiento era tal que parecían cien).
A mis oídos llegan desde abajo el sonido amortiguado de la máquina de escribir de mi padre, que se había quedado en casa terminando no sé qué trabajo aburrido del Ministerio. Como música para mis oídos ahora que me siento tan sola y abandonada por todos. Tengo las muletas en una esquina de la habitación, y me llaman a gritos. Se supone que sólo las puedo usar cuando tenga que ir al baño, pero el aburrimiento es demasiado fuerte. Me incorporo en la cama y salgo de ella con cuidado y saltando a la pata coja con el camisón puesto, cojo las muletas y salgo de mi habitación siguiendo el maravilloso sonido que hace mi padre. Por desgracia, para llegar al despacho de mi padre, hay unas escaleras. Pero no estoy dispuesta a que eso me frene. Sentándome en el suelo, y sujetando las muletas a un lado, me dejo deslizar por cada escalón como si fuera un improvisado tobogán, sólo que con muchos baches. Llego abajo sin más problemas y me pongo en pie con alguna dificultad. Cojeando, llego al fin a la puerta donde está mi padre. Empujo la puerta con dos dedos y se abre sin ruido.
-Papá…
Y allí estaba él, concentrado en su trabajo. Tanto, que no oyó mi voz y le tuve que volver a llamar. Sobresaltado, se volvió hacia mí.
-¡Kat! ¿Qué haces fuera de la cama?
Yo le hago una mueca.
-Papi, me aburro...
Se levantó de su silla y se acercó a mi, apoyando su mano en mi cabello.
-Lo sé, pero tu madre dijo que no te podías mover, que se te podría hinchar más. Y ya sabes que sabe mucho de eso -Dice dándome un toquecito en la nariz.-
-¿Tú no te aburres?
Le miro a la cara, pues me extrañaba que pudiera aguantar tanto tiempo escribiendo en esa máquina negra.
-Anda, pequeña, ven aquí -Me dice mientras me coge en brazos, dejando abandonadas las muletas, y me lleva en volandas hasta el salón, sentándose en el sofá conmigo sobre las piernas.-
-Has aguantado poco allá arriba, señorita. -Me dice con una sonrisa.-
-Es que papá, es muuuuuy aburrido estar arriba sola. He pintado, leído, dormido, mirado por la ventana… -Enumero cada una de las actividades que he hecho durante estos días.- Pero he oído que estabas trabajando, y como seguro que también estabas aburrido, quería que nos aburriéramos juntos. -Digo con una sonrisa traviesa.-
Mi padre me mira como evaluándome, y luego asiente.
-Está bien, yo también estaba cansado.
Con esas palabras sé que he ganado. Sonrío y sin querer muevo la pierna, dándome con el sofá en el pie y suelto un pequeño gritito que intento disimular sin éxito.
Mi padre me coge el pie con cuidado y lo coloca sobre el sofá para que no haya más accidentes.
-Con cuidado... a ver, Kat, ¿qué quieres que hagamos para desaburrirnos juntos?
Me besa la frente y yo sonrío ante su caricia.
-Quiero, quiero... volar. -Pero veo tu gesto de que no se puede, y continúo.- Pues... hazme una flor. -Digo esperando que saques tu varita. Él me mira con una sonrisa y cogiendo la varita de un bolsillo me da un golpe lateral en la sien. Yo cierro los ojos y espero a que me digas que ya está.-
-Mira ahora.
Abro los ojos y giro la cabeza. De la punta de su varita ha salido una pequeña flor blanca. Él la coge y me la enseña, luego me la coloca en el pelo.
-¿Qué flor es? -Digo mirándola mientras la subes a mi cabecita.-
-Esta flor se llama como tú, pequeña Katniss...
Abro los ojos mucho.- ¿De verdad? ¡Hala! -Mi padre asiente y sonríe, asegurando bien en mi pelo la pequeña flor, para que no se caiga.
-Sí, princesa, por esta flor te llamamos así.
Me quedo a partir de ahora con la cabeza muy tiesa para que no se vaya a caer la flor.
-Qué bonita es…
Me coloca mi padre un mechón de cabello detrás de la oreja. -Y ahora que tienes tu flor... ¿Me dejas seguir trabajando?
Me mira serio, pero yo niego con la cabeza.
-No, papá, no quiero que tú también te aburras. Cuéntame cosas de tío Steph.
Ahora soy yo la que te miro seria. No quiero que te vayas, así que te agarro un brazo y espero a ver qué dices. Un resoplido sale de su boca, pero cede. A veces creo que si no se lo dijera no me hablaría más de él desde que pasó aquello.
-Vale, te contaré de él, pero será mejor que te sientes a mi lado, porque con todo ese vendaje pesas mucho.
Me bajo de sus piernas y me siento como puedo a tu lado, apoyando los brazos en tus piernas.
-Cuenta, cuenta. -Le apremio.-
Su mirada se vuelve distinta, como cada vez que se acuerda de tío Stephan, y no me mira a mí, sino al frente. Su voz es suave, grave y calmada, y es como música para mis oídos atentos.
-Te contaré cuando ganaron un partido de Quidditch gracias a que él capturó la snitch cuando parecía que todo estaba perdido.
Y me empieza a contar la historia, una nueva de él cada cada vez. Me cuenta que iban perdiendo, que tenían un cazador lesionado, que sólo tenían una oportunidad, y que él la aprovechó, dejando con el sabor de la victoria al otro equipo en los labios, sin poder probarla. Y él, mi padre, que lo estaba viendo, sabía que nada estaría perdido si su hermano estaba allí. Y cuando termina de contarme el relato, me acomodo en su pecho para quitarle un poquito el dolor que el recuerdo le causa. Así fue como nos encontraron mi madre y mi hermano cuando llegaron del parque, pero yo ya no sentía envidia de él, porque la tarde que había pasado junto a mi padre había sido la mejor en mucho tiempo, aunque no hubiera jugado.
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